Recuerdo exactamente el momento. Estábamos en la sala Aldobrandini, al fondo del Palazzo de Doria Pamphilj. No es un espacio muy amplio, sin embargo cobija tres obras de Caravaggio. Hay dos sillas (transparentes) frente a los lienzos, me siento un rato frente a su Magdalena penitente, observo cada pequeño detalle, el brocado de su vestido, las alhajas sobre el suelo. Un momento extraño (un milagro) en mitad de una Roma abarrotada, porque no había nadie más en la sala. La modelo para la obra fue una amante del pintor llamada Giuli, en el cuadro central (Descanso en la huida a Egipto) esa misma modelo posa representando a la Virgen María. Para él, para Michelangelo Merisi, esa mujer representaba a todas las mujeres. Yo a veces pienso lo mismo. Laura no es una, es todas las mujeres que la precedieron, las que son, todas las que serán. Como en aquel verso de Whitman: “Yo soy inmenso, contengo multitudes”.
Estos días en Roma han sido un respiro entre presentaciones, encuentros, abrazos bonitos. Mentira. Yo no descanso, no sé hacerlo. Quien descansa, quien camina lento, mira el cielo y quiere muchísimo es el hombre que quiero ser, no yo. Repaso las notas de una entrevista por responder, casi siempre (no siempre) se cuela alguna pregunta en torno al miedo. Ya escribí una carta sobre mis desasosiegos. Entonces prometí “intentarlo una vez más. No tener miedo”. He fracasado. Otro tema que me ronda es cómo llevo la exposición, “el pudor a la hora de escribir”, desnudarme sin matices, eso de no guardarme nada. Ahí siempre resbalo, nunca sé muy bien qué responder, es que a veces pienso una cosa (es lo que elijo hacer) y a veces exactamente la contraria (¿pero qué necesidad hay?), así que tiendo a encogerme de hombros, suelo sonreír, me escondo tras algún gesto propio (ahora lo sé) de este habitar el mundo desde la neurodivergencia: “Es que con la edad, conforme me hago mayor, más abrazo la contradicción”. Laura lo llama ambivalencia, pensar dos cosas a la vez aparentemente opuestas. Permitirte ser contradictorio porque la vida lo es. Que me dejes ser como soy, vaya. Es precisamente ese sentir el que precede al salmo de Walt Whitman: “Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. ¿Y qué? Yo soy inmenso, contengo multitudes”.
Así que eso haré hoy, en esta mañana bellísima de abril, no escucho más que la fuente de los gatos, estoy cansado (¿por qué?) pero todas las personas que quiero están bien. Reclamo el derecho a ser contradictorio, a pensar hoy una cosa y mañana la contraria, a no elegir bando, a cambiar de opinión sin venir a cuento. A decirte que no para luego virar el rumbo y gritarte bien alto: ¡sí!. Reclamo mi derecho a expresar lo que siento pero también a no hacerlo, a callarme, a doblar la rodilla, a guardar silencio. El derecho a perder el foco (¿por qué esta obsesión con el foco?), a dudar de tus certezas, a no darte una respuesta porque no la tengo, el derecho a tener miedo cuando no toca (¿quién decide cuándo toca y cuándo no?), a mentir porque confesarte la verdad duele, a no ser lo que esperas —porque lo que esperas de mí es cosa tuya, no mía. Reclamo mi derecho a llegar tarde a la vida (con llegar me conformo), a estar cansado cuando los demás corren, a quebrarme muy hondo, a repetir lo mismo tres, cuatro, cien mil veces. Reclamo hoy (bien alto, con estas ganas chicas) el derecho a decepcionarme, a quizá ya no ser nunca lo que soñaba ser (a lo mejor es un error anhelar ser otro), a sentir que la cima es demasiado alta para tratar de conquistarla. Reclamo el derecho a quedarme aquí, sentado sin más, la mañana se alarga, me siento en calma. Quizá también eso es vivir.
Me detengo en la palabra calma, su etimología da sentido a esta bonita comunidad.
Del latín cauma, voz que ardía en la boca de los romanos, no por fuego, sino por su ausencia: el calor del mediodía, cuando el mundo se rendía al reposo y hasta los caballos dejaban de galopar en el desierto.
Cauma venía del griego kauma (καῦμα), que significa “calor que abrasa”, el que obliga a detenerse,
a suspender la prisa, a sentarse bajo la sombra de un olivo y escuchar el sol caer.
Así, con los siglos, el fuego se volvió sosiego, la llama, quietud. Y “calma” se transformó en refugio, en instante donde el tiempo suspira, donde el corazón no late por miedo, sino por estar, simplemente, en paz.
Que gran acto de rebeldía hoy en día, decir que no se sabe y que no apetece saber hacia dónde quieres ir mañana. Parece que todo el mundo lleva una hoja de ruta marcada con las paradas exactas para repostar. En el fondo creo que todos se lo inventa, y hacen como yo. Improvisan y de vez en cuando, sale bien .