Me gusta el sonido de la lluvia golpeando el cristal. Estoy sentado, en el suelo (sobre una bolsa de lona del hotel que me ha hospedado) en el aeropuerto de Ibiza, diluvia, hay goteras, han retrasado el vuelo de vuelta, no tengo mucha más información: “Delayed”. Mentira. “Alerta de tormenta eléctrica fuerte”. Aprendo en este ratito que en Japón llaman Amaoto al sonido de la gotas de la lluvia, recuerdo aquella carta: Los sonidas de la lluvia. ¿Cómo estará Mario? Podría escribirle. No lo hago.
Me ha costado arrancar, se me hacía un mundo volver a escribir, congoja en la boca del estómago, cuando el desasosiego se asoma por encima del muro. Hablo con Cañada, me dice que, si me agobia todo esto, lo deje estar. Lo entiendo, entiendo su consejo, pero no es tan fácil. No escribo para que me quieran —ya sé querer, me ha costado una vida aprender a hacerlo y (mucho más importante) aprender a dejar que me quieran. Escribo porque, cuando lo hago, me siento vivo. Las cosas se calman, el mundo (mi mundo) se ordena, prende la candela, se ahínca la belleza. Si estos cachitos de ansiedad frente al camino son el precio a pagar, lo pagaremos. Madurar también es entender que todo tiene un precio.
Ha sido un verano extraño. Hemos buscado la calma, tiempo lento entre vagones de tren, montañas nevadas, la ruta de los cinco lagos bajo el Matterhorn. Noches azules frente al mar del Norte en Tisvildeleje. La enfermedad sigue instalada en casa, estamos bien, no he leído tanto, he escuchado a los pájaros, no he sabido habitar el presente; detesto este yo, la mirada se me escabulle del ahora, pero no siempre. Algo pasó. Sucedió una tarde de agosto, anochecía, nada más que una copa de vino blanco sobre la mesa de cedro, Laura se estaba duchando, podía escuchar el agua sobre su piel. Recuerdo muy bien el instante. Estoy tranquilo, escucho, siento, veo, no espero nada en particular. El tiempo se detiene, no existe nada más que la realidad sin filtro, estoy completamente allí. No pienso en nada, el vacío que siento ya no duele, todo está bien. Sé que un día vendrá el viento, llegará el otoño, pero ahora eso no importa. Estoy ahí, sencillamente estoy ahí.
Entonces, a la mañana siguiente, sobre esa misma mesa, comencé una nota con este nombre: No espero nada. Cuatro pinceladas, alguna certeza. Estas son. La verdad sólo tiene un camino. Haz cosas, hazlas con fe pero también sin ella, no esperes hasta estar seguro porque la seguridad es mentira: en realidad andamos siembre sobre un alambre. Todos vivimos al borde del abismo, pero no lo sabemos. Compra poco pero compra bien. Si no sabes algo, pregunta. Que la curiosidad sea tu brújula. No des nada por sentado, no creas nunca que conoces la reglas, porque no las hay. El control es una ilusión. Un verso de Emily Dickinson: “El instinto recoge la Llave / Que la memoria dejó caer”. Me lo dice siempre Victor: “no pensar”. Tiene razón. Evita el ruido, pero no solo el obvio: las expectativas ajenas, el juicio que no has pedido, quien dice mucho “yo soy”. No cargues con las culpas de otro. Pesan demasiado. Todos nos equivocamos, la diferencia es qué hacer al respecto, vete cuando te quemen los pies. No te preocupes tanto por lo que vendrá. Esto que te pasa, este día, este ratito, es el mejor de los momentos posibles.
Quizá la razón la tiene Víctor, no en lo de "no pensar" sino en el uso del infinitivo. "Hacer cosas" en vez de "haz"; "preguntar", "evitar" etcétera. Sería una gramática con más posibilidades, menos imperativo, más potencial. La ansiedad, creo, viene justamente de tanta lista de tareas. Gracias por tus pinceladas y por seguir escribiendo, sea cual sea el precio.
Lluvia, niebla y primera carta de septiembre después de un verano muy raro para mí también. Una carta para leer y releer. Tras una de tus recomendaciones, he comprado "biografía de la luz" está siendo muy potente. Feliz día 🤗