A Toni Segarra le pregunté si podía conducir la presentación de Vivir sin miedo en Barcelona un viernes siete de marzo, era para el jueves siguiente, me respondió un par de horas después (¿qué andaría haciendo?) con un sí sin matices. “Claro, Terrés. Cuenta conmigo”. El libro le llega el martes once, con tan solo dos días para para prepararse la charla, me avergüenza esta encerrona pero responde con humor, con ese tipo de temple que tan solo da la experiencia cuando viaja acompañada de sensibilidad: “No me va a dar tiempo a leerme el libro. Igual esa es la gracia”. Sonrío (cómo no hacerlo), lo acompaña con una petición cargada de ternura: “Y me iré volando. Ha llegado mi niña de Los Ángeles, que es un sitio que está empecinadamente lejos, y me quiere dar muchos besos”. Se lo cuento a Laura (también lo admira) y le digo: “Qué valiente, ¿no?” pero ella piensa otra cosa: “No, no es valiente, es inteligente, sabio, sabe navegar la incertidumbre, te quiere. Pero no es valiente porque no le da miedo hacerlo”.
Tiene razón. Le pido que extienda eso, es que ahí olisqueo una carta: “Valentía es enfrentarse a cosas que te dan miedo. Valentía no es no tener miedo, es atravesarlo”. Recuerdo un texto de Antonio Gala (me lo regaló una lectora, Pepa González Ramos, que vive entre Madrid y Nueva York) es una página de su sección Carta a los herederos, la escribió en El País Semanal, se titula Hacia vosotros mismos, noviembre de 1993, la copia está llena de subrayados: “Los valientes son quienes mantienen sus propias opiniones, adquiridas si es preciso a zarpazos, y las defienden de los otros. Son quienes emprenden el prodigioso viaje hacia sí mismos, la búsqueda de cuyas sendas es despiadada y es costosa”. Gala, como Juan Rulfo, sabía que el único viaje posible es hacia dentro, que cada paso de nuestra vida (en realidad) nos lleva hacia nosotros mismos. Por eso es tan importante —quizá lo más importante— afinar el oido, hablar (como en aquel koan) “sin usar la lengua”, entregarse a la alegría, escuchar a tu intuición (tengo la certeza que la intuición no es magia: es gracia, consciencia, la inteligencia de quien sabe leer las señales ocultas del mundo que nos rodea), entender que cuando das te das, caminar pese al miedo. No sin miedo, porque eso es imposible. Caminar pese al miedo.
Valiente fue mi mamá, Dolores, cuando con cuarenta y ocho años, viuda, sin otro trabajo que las casas que limpiaba, tiró p’alante, atravesó las brasas del miedo, cada una de sus inseguridades, un día tras otro. Qué valiente fuiste, mamá. Valiente fue Laura cuando (tras solo un par de meses después de conocernos) envió este email desde la agencia para la que trabajaba, Fly me to the Moon: “Os escribo este mail, ilusionada, para contaros que me mudo a Valencia por motivos personales (sí, por amor)”. Dejó atrás su trabajo pero también a su gente, a su familia, su casa (su cama), sus rutinas, sus paseos por Madrid. Nunca se lo he preguntado, quizá lo haga hoy: “Tenías mucho miedo, ¿amor mío?” Valiente es quien elige creer cuando no hay motivos para hacerlo, quien entiende que la vida es cambio ( “consiste en un incesante movimiento, cuya salvaje armonía es imposible que capten los cobardes”) y el cambio siempre duele. Valiente es quien perdona sin reproches, quien sigue mirando (pese a toda la mierda que nos rodea) el mundo bonito, audaces militantes en el bando de la belleza, valiente es quien ama sin escoltas.
Vuelvo a Gala: “Y sólo a partir de ese esplendor, que cada cual ha de descubrirse dentro, os será dado ir hacia los demás, iluminar vuestro entorno, confrontar unos con otros el hallazgo, aproximaros al área de fuego del amor y abandonaros sencillamente a él con la certidumbre de que la primavera ha venido por fin. Y con la certidumbre de que han sido vuestras manos —implacables y al mismo tiempo misericordiosas— las que han traído la primavera a un mundo que no la merecía”. Seguir navegando. Pese al miedo.
Ainssss…
Que gusto este momento. Este instante de acomodarme en el sofá, encender una velita y leerte a solas.
Con esa calma recién descubierta, de que la vida sigue, la vida está bien… Hace dos horas y media que bajé a la playa. Mi primera vez después de la partida de mamá.
Han sido, sobre todos los dos últimos años, muchas caminatas por la orilla, pidiendo por ella, por que la enfermedad no pasara ciertos límites, por que papá estuviera bien y si, también, por que mis miedos no me paralizasen. Por tener la fuerza que he tenido en estos cuatro años desde el diagnóstico, de estar. Estar presente, acompañar y sobre todo, ser. Porque ser a veces se nos hace bola cuando el escenario no es de película romántica. Porque imagino que quedar con tu madre a merendar en una terraza al sol o en la cafetería de un hotel bonito, tiene otros matices muy diferentes a merendar con tu madre en el jardín de la residencia de cuidados de enfermedades raras. Ponerla el babero, darle una trufa de la Mallorquina con cucharita, (¡cómo le gustaban!), limpiarla con cariño y escuchar, a cada trocito que conseguía tragar “Martita, es que me encantan”… Desde la distancia, no hubiese elegido nunca ese escenario. Pero la vida trae sus propios planes y el de mamá trajo este. Y llegan los miedos. Y mi descubrimiento de oro, ha sido, que atravesar juntas estos dos últimos años de no saber cuál era el
Giro que nos esperaba en la siguiente fase, nos hizo estar muy presentes una en la otra. Regalarnos (mientras la enfermedad nos lo permitió) conversaciones sin filtro. Y despedirnos cada vez que yo volvía a casa, como si fuera la última vez.
El miedo, desaparece casi al completo cuando lo miras de frente.
Y ya ni te cuento lo loco que es, cuando te lanzas a un cambio de ciudad por amor. ¡Qué bonita es la vida, coño!
Y cada vez queda menos para vernos de nuevo en persona.
Así que, emoción a lo grande.
Que tengáis un bonito finde.
Siempre pienso eso de que “si te da miedo, hazlo con miedo”, cuando intuyo que la recompensa por hacerlo valdrá la pena. Y normalmente acierto!
Buen sábado a todos!