Nunca sabremos cómo sería nuestra vida si las cosas no hubiesen sido como son. Es imposible. Cuánto de nosotros se perdió en los caminos que no anduvimos. Ya nunca podré intuir el firmamento del viaje que no fue; nunca sabré cómo hubiese sido vivir sin miedo, sin aquel frío que caló hasta los huesos, huyendo tan solo hacia delante. Hasta que el mundo se vistió de ceniza. Las cosas sucedieron así, no puedo escapar de esta herencia, no volveré a sentir su abrazo. Pero puedo tratar de entender.
Mi padre murió un domingo por la mañana, nada más llegar a casa, infarto de miocardio, volvía de su paseo de cada domingo. Subió los tres pisos, abrió la puerta y se derrumbó. Me desperté por el ruido, yo escuchaba a lo lejos desde ese estadio tan extraño que es la vigilia, no te has despertado del todo y el mundo aparece desdibujado, borroso, ajeno. Eran mi madre y mi hermana como nunca las había escuchado, quizá es que cuando la vida se para lo sabes. Sencillamente lo sabes. Llamaban por teléfono, mi hermana tratando de reanimarlo, la ambulancia tardó tres vidas (cómo cambia la textura del tiempo, cómo se estira y se contrae cuando te asomas al precipicio) en llegar, allí mismo nos dijeron que no con la cabeza. No. Recuerdo que se había hecho una pequeña herida en la frente, un pequeño rastro de sangre roja; recuerdo la silla en la que me senté pero no cómo iba vestido mi padre; recuerdo el espejo de la entrada, el reloj sobre el aparador, el sabor amargo de mi saliva; y también la cerámica del suelo, la culpa asomando su sombra finísima sobre mi vida. Yo tenía dieciocho años. Jamás me ha abandonado.
Es verdad lo que escribió Joan Didion en las primeras líneas de El año del pensamiento mágico: «La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba». Mi vida cambió para siempre y yo estaba sentado (paralizado) sin entender, cómo iba a entender nada, que ya nunca nada podría volver a ser como era. Que la persona que yo fui ya no sería nunca más. Que hay viajes que no eliges pero un día, sin más, estás saliendo de la Comarca hacia vete tú a saber dónde para volver quién sabe cuándo; yo no supe que aquel día, y sentado en aquella silla, había empezado el mío. Estas páginas son también (supongo) un mapa de vuelta a casa.
Fue un 12 de noviembre de 1995 y aprendí mucho después que tan solo un día más tarde se celebraba su santo, patrón de los solitarios, resulta que los solitarios tenemos un patrón. Mi padre se llamaba Diego y en algún momento de nuestros últimos años juntos yo dejé de acompañarle en aquellos paseos. Es verdad lo que dicen: hay una última vez para todo pero casi nunca lo sabemos. Duele mucho pensarlo, hubo una última conversación con mi padre como habrá un último viaje. ¿Cuál sería la última película que vi con él? Alguna será la última comida, alguno será el último beso con esa persona que hoy lo es todo para ti, pero no lo sabes. Nunca lo sabes. Sí recuerdo exactamente la noche de antes: recuerdo estar sentado en una discoteca al lado de una chica que me gustaba. Tenía el pelo corto, se llamaba Ana. Me acosté, no muy tarde, entre la tristeza y la alegría. Llevaba un tiempo bajito (es una expresión de mi amigo Martín que me gusta mucho y que viene a traducirse como melancólico, triste, taciturno), justo acababa de empezar la universidad en un centro privado; yo venía del barrio y supongo que era imposible no sentirme un extraño allí, como un pájaro en un desfile, pero ese rato con aquella chica hablando de nada mientras el resto del mundo bailaba arrojó un poquito de luz sobre la tristeza. Nunca les conté esto a mi madre ni a mi hermana. Nunca volví a verla.
El entierro fue un par de días después. Hubo un velatorio en casa, elegí junto a mi hermana el féretro, la lápida, el mármol. Dicen los enfermos terminales que enfocarte en esos detalles es la única forma de no perder la cordura. Granito, grabado, tipografía, una foto de papá, elegimos juntos la fotografía que presidiría su lápida. Nos enseñaron un catálogo feísimo, creo que elegimos una tipografía inglesa. Flores, texturas, talla de la piedra. El cuerpo de mi padre estuvo en el salón todo ese tiempo, estaba frío, tan solo lo toqué una vez. No recuerdo nada (o sea, nada) de la ceremonia en la iglesia, no recuerdo las caras, ni qué sentía, ni qué me puse, ni qué dije, ni qué pensaba. Con algunos golpes pasa lo mismo, que en el momento no duelen. Es después. Tras la ceremonia, el paseo hasta el cementerio. Sí que recuerdo caminar bajo unsol abrasador, las paredes llenas de mármol, las fotografías en blanco y negro, las frases que ya nunca leerán los destinatarios. «Qué lugar tan árido —pensé—. Solo hay flores muertas.»
Y llegó el momento del féretro tras el cemento, el ataúd ya varado en su nicho. Me dijeron muchos años después que entonces se produjo un instante bellísimo —fue el momento exacto tras tapiar (lo hicieron tres hombres, vestían un mono azul marino, tenían las botas sucias) con cemento el nicho con mi padre dentro—. Es lo que pasa tantas veces con la belleza, que existe completamente al margen de la muerte, de la tristeza o el dolor —por eso es verdad—. La lápida todavía no estaba grabada, así que me pidieron (yo tenía dieciocho años) que caligrafiara su nombre sobre el cemento todavía fresco, recuerdo estar de rodillas frente al océano gris (una lápida es como un océano, detrás solo hay abismo) intentando dibujar su nombre con mi dedo índice. Recuerdo también el miedo a tardar mucho en hacerlo, ¿y si se secaba? La tumba de mi papá sin nombre por mi culpa. Ahí sí me derrumbé. Escribí su nombre y su apellido, cada gesto era una herida, cada asta de cada letra era un camino sin retorno, un túnel del que ya no saldría. Yo no lo sabía pero en cada palabra yo también me moría un poco. No recuerdo más de aquel día, ni de aquella semana. Quizá sí hubo belleza.
Entonces
Aquellas horas y aquellos días se quedaron para siempre fijados en mi memoria como el cemento del nicho que cobijaba a mi padre en el cementerio áspero, rodeado de lápidas cubiertas con mármol negro y lugares comunes. ¿Por qué los nichos se llaman así y no «colmena» o «descanso»? ¿Por qué estos espacios en los cementerios tienen cinco alturas y no seis o cuatro? Esos días también aprendí que los nichos en piedra tenían fecha de caducidad, como las flores frescas o el papel de los libros. Lo aprendido se vistió de certeza diez años después por culpa de una carta del ayuntamiento que llegó a casa de María, mi madre. Yo sentía que todavía aquella casa era mi casa porque mi habitación estaba intacta, todavía los apuntes de la universidad, en la estantería de siempre los libros que no había leído y los que sí, el pequeño sillón color crema donde siempre dejaba mi ropa. Recogí yo mismo la carta del buzón (remitente: Servicio de Cementerios y Servicios Funerarios, era un sobre americano con ventanilla, en tipografía Courier). Era un miércoles por la mañana y ella estaba en la cocina, moliendo el grano: «Mamá, ¿tú sabes algo del cementerio?». Antes de abrirla terminó de preparar el café para los dos en la moka.
La abrimos juntos en el salón, en la mesa que nunca usábamos (la de invitados) bajo un lienzo de caza, un lienzo no tan diferente del de tantas familias de aquel barrio de las afueras, no tan diferentes a la nuestra. Era una reproducción de una obra del estilo de Partida de caza de Goya. La carta. Parecía ser que la concesión de aquel espacio del cementerio donde estaba enterrado papá llegaba a su fin y había que tomar decisiones. Mi madre decidió (¿qué más podía hacer?) renovar esa concesión por diez años más: mi padre seguiría diez años más en aquel apartamento de 0,80 metros de anchura, 0,65 metros de altura y 2,50 metros de longitud. Dentro, un féretro de madera caoba. No recuerdo dolor ni pena ni temperatura. Estábamos ya muertos, los dos. Mi padre y yo.
Entonces no pregunté cuál era la alternativa (¿se lo preguntaría mi madre?), ni siquiera pensé en ello, porque intuyo que yo ya andaba recorriendo los primeros pasos del camino que años después me llevaría a la oscuridad de una vida sin ventanas, persianas bajadas, al pantano de la tristeza, como aquel pantano ocre de La historia interminable donde muere Ártax, el caballo de Atreyu. Hay que luchar contra la tristeza para que no te arrastre. Aquella película la vi con mi padre siendo yo un niño, solos los dos en una sala inmensa de un cine que ya no existe; fue un día feliz y todavía hoy me pongo aquella canción («Turn around / Look at what you see») cuando el entusiasmo llena de luz los días raros.
No pregunté cuál era la alternativa a la renovación de la concesión del nicho, ni cómo estaba mi madre ni volví más que una o dos veces a aquel cementerio donde siempre quemaba el sol. Cuando se cuela en mis sueños el entierro siempre aparece un alacrán sobre la arena tostada de aquellas calles cubiertas de tumbas y flores, el alacrán camina lento bajo la sombra. Tampoco volví los días de Todos los Santos, cuando las familias (también la mía) rinden tributo a sus muertos llenando de flores sus lápidas. Es un ritual que poco tiene que ver con la religión y sí muchísimo con la liturgia de expresar un amor que cruza la piedra, el tiempo y el mármol. Porque recordar es querer.
—¿No vienes? —me preguntó Sara (mi hermana) el tercer año, el segundo sí que había ido.
—No, no me hace falta.
—Es una falta de respeto. Vamos porque es una manera de expresar que nos acordamos de él; ahora aquella es su casa y tenemos que cuidarla, ponerle flores bonitas, limpiar su retrato. Vente, anda.
—No, no necesito comprar un ramo de flores para los muertos para acordarme de papá.
Le mentí, le mentí desde lo más hondo sin ni siquiera intuir (esto es lo peor) que estaba mintiendo: yo también había enterrado a papá en algún rincón de mi memoria. Ya casi no pensaba en él: había elegido no mirar. Olvidé nuestros últimos años juntos del mismo modo en que otros olvidan un atardecer o una herida. Cuando murió papá entendí que no mirar atrás era la única manera de avanzar; en algún momento elegí no mirar dentro porque dolía demasiado mirar aquella vergüenza, aquella culpa ancha y torpe; perdí la brújula y perdí los mapas, tomé entonces la peor decisión que se puede tomar —no mirar atrás. No querer mirar.
Parece una cosa lógica: si no miras no existe. Si no miras no duele, no hay cicatriz porque no hay herida, quizá hasta lo olvides para siempre y lo borres de la memoria, como los peces y los ordenadores. Resetear el disco duro. No pude hacer lo mismo con un puñado de imágenes, engarzadas como diamantes, clavos sobre el ataúd de mi culpa: el cemento del nicho, su piel fría en el velatorio, la camilla del hospital cuando (un año antes de aquel domingo por la mañana fatal) lo habían ingresado unos días por culpa de un amago de infarto, sus lágrimas de aquel día (creo que nunca lo había visto llorar: nunca había visto llorar a mi papá), su mano sobre nuestro perro, el cajón del armario con sus cosas, su cartera de piel. Esas imágenes son una condena pero también un espejo, porque yo estoy en ellas. Desde entonces tengo la certeza de que solo existen dos tipos de personas: las que recuerdan tan solo imágenes y sensaciones y las que recuerdan conversaciones, hechos, cosas que pasaron (importantes o no), nombres y fechas. A los primeros nos define una patología que llaman sinestesia (una alteración o una bendición, depende de cómo lo quieras interpretar) y estoy convencido de que esa manera de mirar —los sentidos avasallados, encapsulados en fotogramas de instantes— se fijó definitivamente aquellos días y me convertí ya para siempre en un cazador de belleza y entusiasmos; un explorador de incandescencias, de momentos, de imágenes tan frágiles como aquel cemento blando tras el que había dejado a mi padre.
Finalmente mi madre alargó la vida (qué paradoja) de aquel nicho diez años más, no sabría decir si aquella década pasó como una eternidad o un tajo —como las velas que se consumen demasiado pronto—. En la apnea pasa lo mismo: cada minuto es un infinito, la eternidad suspendida en el tiempo como el oxígeno que cobijas bajo el mar en los pulmones y en la sangre. Nunca volví a aquel cementerio. No: sí que volví. Volví muchos años después, volví cuando ya no quedaban lugares donde esconderme.
Son las primeras páginas de Buscaba la belleza, mi primera novela editada por Destino. Dudé mucho si compartir (o no) estas 2.211 palabras con las que arranca este viaje de vuelta a casa, pero después pensé en aquella carta titulada Decisiones: “Ahora veo la montaña que viene como una cima inalcanzable, pero supongo es lo que toca. También toca respirar hondo y ponerse a andar”.
Habéis sido parte de este libro desde el minuto cero, también cuando me alejé. Especialmente entonces. Me he sentido acompañado, y pese a la distancia nunca (nunca) dejé de escuchar vuestro sentir: “estamos juntos en esto”. Este regalo que me hacéis se llama compromiso. Ojalá a estar a la altura. Así que sí, tenía sentido.
Y cómo cuesta, volver a casa. Pero es que ya lo sé —es la única forma de vivir sin miedo.
Es muy bonito el lugar desde donde escribiste algunas páginas de ese primer libro, Jesús.
Desde el momento que he empezado a leer esas dos mil doscientas palabras no podía creer que estuviera leyendo mis propios sentimientos. Mi padre aún vive, pero mi hijo de cinco años murió el año pasado. Fue un lunes a las tres de la tarde. Y recuerdo todo de ese fin de semana. De esa mañana del lunes y hasta el momento en que se fue a jugar al parque con la bicicleta. Recuerdo su despedida y su sonrisa. La vida ya no vuelve a ser como antes. Es cierto que ahora no me siento nunca sola, pero no sé si vivo sin miedo. En algún momento, temo que alguno de mis otros dos hijos también se vayan.
Muchas gracias por compartir con nosotros esas palabras.
Un abrazo
Le has puesto altura al vértigo, Jesús. Gracias por estas lágrimas de desayuno, gracias por compartir el dolor. Si duele indica que late, y eso es lo que nos mantiene vivos. Un fuerte abrazo